A veces me pregunto si hice bien en rehusarme a seguir mis sueños. Creo que algo mal hice en el proceso de construcción de mi vida. Sino, no me encontraría tan mal en estos momentos. ¿Elegí la carrera equivocada? ¿Mi vocación no era la escogida? ¿Por qué comenzar un noviazgo en lugar de disfrutar de la vida? Miles de preguntas sin respuesta, decisiones aparentemente mal tomadas cuyo único móvil fue el miedo y su producto hoy es la tristeza.
Hoy leía sobre que la libertad no es elegir siempre y en todo momento lo que yo quiero, sino aprender a aceptar con alegría lo que me toca. ¿Es esto lo que me toca? ¿Un cajón de sueños rotos y esperanzas vanas acerca de cosas que jamás se van a cumplir? Si es así, me resultaría difícil, por no decir imposible, llegar a admitirlo algún día con complacencia como una parte inherente de mi vida.
No entiendo qué hice para merecer la carga que llevo hoy encima -que sin dudas está lejos de ser ligeramente pesada- ni por qué me duele tanto lidiar con ella. Pero tampoco comprendo por qué no debería merecerla. Estoy en una dualidad extraña, constante, entre lo que soy realmente y lo que me gustaría llegar a ser. Pero ese ideal está tan lejos de mí, en todos los sentidos, que temo no lograr nunca siquiera a asemejarme a él.
Nadie sospecha la complejidad de los problemas que me acechan ni creo que alguna vez pueda hacerlo. Las versiones que cuento o que comprenden son siempre incompletas. Al fin y al cabo, vivo intentando disimular el extraño mundo que tengo dentro poniendo mi mejor rostro al resto. Pero ya estoy harta de ponerle una sonrisa al mundo, mientras siento que en mi interior todo se desmorona.